Hay momentos que no se miden en metros cuadrados ni en cuotas hipotecarias. Uno de ellos es la primera vez que se pisa un hogar nuevo, cuando las cajas aún conservan el eco del lugar anterior y las paredes todavía no conocen las risas de quien las habita.

En ese instante, todo es promesa. Y toda promesa merece un gesto: algo que diga “estoy contigo”, “bienvenido a tu nueva historia”. No hay símbolo más puro para ese mensaje que un ramo de flores.

Las flores no llenan estanterías, pero sí vacíos. Son la primera caricia que puede recibir un espacio que aún no tiene memoria. Llegan antes que los muebles, incluso antes que el cansancio de subir escaleras o de ensamblar lo cotidiano. Son un suspiro en medio del caos de mudarse, un alto para recordar que este no es solo un cambio de dirección, sino un nuevo punto cardinal en la vida de alguien.

Algunas flores traen consigo los colores de la esperanza, otras susurran fortaleza con cada pétalo. Y todas, absolutamente todas, saben hablar sin palabras.

Un hogar que se estrena merece un recibimiento a su altura. No es casual que tantas culturas coloquen flores en las puertas como símbolo de buen augurio. No es solo tradición: es intención. Porque lo que florece al principio, se queda en la raíz de los recuerdos.

Y tal vez, junto al jarrón improvisado en la cocina recién desempacada, una dedicatoria breve: unas líneas escritas desde el corazón. No muchas, solo las justas para que el alma se acomode al lado de las maletas.